Textos y Fotografía: Carlos Jiménez/ photoAlquimia©
Una roca cuadrada con un cojín de hojarasca me invita a tomar asiento. Algo me llama poderosamente la atención. Un pesado silencio impregna todos los rincones del bosque. No se escucha absolutamente nada. Un trueno rompe violentamente la pesada calma. Comienza a llover.
Los árboles tienen cara, gesto, pose. Los hay ancianos, jóvenes, retorcidos, rectos… Algunos parecen inmóviles, otros no paran de moverse. Yo pensaba que todos los árboles eran iguales, pero cada uno tiene su propio rostro, su vida, sus manías. En realidad, son tan diferentes…
Una alfombra de musgo tapiza el tronco de una vieja haya. Lo acaricio, hundo mis manos. Al levantarlas veo mis huellas sobre esa esponja húmeda. Momentos después desaparecen.
Llevo caminando varias horas perdido, o quizá formando parte de este gran bosque que me ha engullido. De la fractura de una roca mana un hilo de agua pura y cristalina. Tomo toda el agua que puedo con el cuenco que hacen mis manos. ¿Cómo puede saber tan bien algo que no sabe?
– Detengo mis pasos. Dirijo la mirada hacia el techo de copas. Hago una respiración profunda, dos, tres… Trato de llenar mis pulmones todo lo que puedo. Junto al aire puro, una fuerza misteriosa se expande por todo mi cuerpo. Por un instante respiro la respiración del bosque.
– El suelo es mullido, suave. Ando descalzo a través de la hojarasca. Siento un cosquilleo que asciende hasta mi cabeza. Desde que encerramos nuestros pies, nos perdemos muchas historias que el suelo nos susurra a cada paso que damos.
– Un gran árbol caído, ¿caería de viejo?, ¿lo tiraría un rayo? La madera está blanda, la desmigo con mis manos, descubro toda una ciudad de pequeños seres. Un minúsculo ácaro rojo, cochinillas, un grupo de grandes setas carnosas. Tras la muerte hay vida, mucha vida.